Wednesday, January 30, 2013

EL BIEN DE LA TAIGA


Gracias al milagro de nuestro ángel guardián pudimos salir con bien del bosque tenebroso en el que entramos por accidente. Lupita y Julio. Oaxaca, México, 1963.

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Tuesday, January 29, 2013

PIEDRALUNA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

Yo lo que quiero decirle al señor Rulfo, dice la mujer que organiza el grupo de lectura de la Biblia, es que no todo aquí es tristeza. Guarda silencio un momento. Guarda silencio y se arregla el cabello entrecano mientras mira hacia el altar de la modesta iglesia donde nos encontramos. Ha habido tiempos difíciles, claro, añade. Siempre los hay. ¿Pero no decía él en el cuento ese que escribió sobre nosotros que nadie aquí sabe sonreír? Y, por toda respuesta, esboza una sonrisa que parte del mero intento pero pronto se convierte en complicidad.

Es cierto que, en zapoteco, Luvina quiere decir “raíz de la miseria” o “raíz de la escasez”, pero no todos aquí pensamos así, dice una de las mujeres que se encuentra en la banca de atrás antes de pasarle una biblia gruesa, cubierta de tapas negras, a su vecina de al lado. También tiene que ver con la luna. Con la manera en que la luz de la luna cae sobre el peñasco. ¿Lo vio anoche?

Hemos llegado apenas esta mañana a San Juan Luvina, Oaxaca. Hemos avanzado con mucha cautela por carreteras angostas, plagadas de agujeros y curvas, por donde sólo aparecen, y eso de vez en cuando, camiones de redilas llenos de hombres o trailers cargados de madera. Pick-ups oscuras. Hemos pasado por un llano de flores y, apenas saliendo de una de las curvas más cerradas de la sierra Juárez, nos hemos detenido frente al Dragón Rojo, un restaurante chino que ofrece servicio a domicilio. Hemos visto las nubes abigarradas y enormes justo en el centro de un cielo muy azul, y hemos dicho tantas veces: ¡mira! Hemos dejado atrás la laguna de Guelatao, que está encantada. Hemos comprado, y hemos comido ya, el queso fresco, envuelto en hojas de maíz, que ofrecía una mujer con un delantal de grandes flores a la orilla de la carretera. Hemos visto el letrero: San Juan Luvina 14. Y, habiendo comprendido que estábamos cerca, hemos bajado la velocidad. Temerosos. Obnubilados. ¿Estamos seguros que queremos continuar hasta llegar al lugar que Juan Rulfo visitó muchos años atrás y con base en el cual escribió uno de sus cuentos más memorables: Luvina? Hemos estado y estamos seguros, sí.

No siempre estuvo aquí, dice la más anciana de las mujeres. Hubo dos Luvinas antes. Allá, dice, señalando un punto indeterminado detrás de la montaña. El cielo muy alto. Las nubes, a lo lejos. En la Luvina vieja sí se moría todo, especialmente los niños. No se les daban. Nunca lograron que se les dieran. Por eso se vinieron para acá.

Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo.

Hemos leído con atención los signos: Inicio de camino sinuoso. Hemos tomado veredas terrizas que bajan y bajan, y bajan aún más, y ya dentro del bosque, hemos extraviado la ruta. Hemos reconocido los pinos, los oyameles, los encinos. Nos hemos preguntado por el nombre de esas flores rojas, aquéllas azules, estas amarillas y blancas. Hemos visto, como una aparición, un pequeño anuncio de madera rematado por una flecha roja: San Juan Luvina. Estos son los restos de una fogata. Alguien abandonó un atajo de leña. ¿Es eso el ruido de un arroyo o de una cascada?

La papelera le dio trabajo a los hombres por algún tiempo, pero nada era nuestro, dice otra de las mujeres todavía dentro de la iglesia. Se llevaban todo y querían hacernos sentir  que estaban de nuestro lado. De entonces datan las escuelas, eso sí. Pero ahora la cosa es distinta. Todo eso está en manos de la comunidad. A veces vienen los especialistas de Chapingo para indicarnos cuándo o dónde va la reforestación. ¿Vieron los árboles nuevos?

Hemos regresado a la carretera y, casi sin querer, hemos encontrado de nueva cuenta el camino correcto. Le hemos preguntado al arriero que comanda dos burros si eso de allá, eso que se ve al final del monte, es Luvina. Sí, eso es, ha dicho. Y se ha seguido de largo. Nos hemos detenido para recoger los pedazos de piedra de algo que parece ser o haber sido una cuesta a punto de quebrarse. Al acercarnos a la puerta de alambre que separa a Luvina de todo lo demás, otro arriero nos ha hecho el favor de mantenerla abierta y retirar el ganado al mismo tiempo Hemos dado las gracias, sonriendo. Sin saber. Hemos visto, entre un campo de cultivo y la vegetación propia de la sierra, las ramas de los duraznos cargados de flores. Hemos preguntado: ¿Qué país es éste, Agripina?

Se dan los duraznos, sí, dice una mujer que ha estado callada casi todo el tiempo. Los árboles de durazno, aclara. Los árboles de manzana. Las noches buenas. Hay limonares. Calabazas. Maíz. ¿Vio mis geranios?

Hemos comido la mitad de un pollo asado que unos vendedores errantes vendían frente al Palacio Municipal. Nos hemos quejado del sol excesivo, del calor, pero hemos celebrado la dulzura de las cebollas, la consistencia de la tortilla de maíz, el arroz. Hemos sido testigos de cómo utilizan una lap top para mostrarle al único comprador potencial el sonido de algunos de los discos. Nos hemos enterado que, en el pueblo contiguo, hay partido de basquetbol y que mañana hay jaripeo en honor a San Pablo. Hemos divisado, a lo lejos, la figura menguante del loco del lugar. Y, luego de dar unos pasos, hemos llegado a la iglesia. Ahí, poco a poco, se han ido congregando las mujeres que, al contrario de la Agripina original, no se alzan de hombros ante la curiosidad. ¿En qué país estamos? En uno injusto, es cierto; pero en uno nuestro.

Al emprender el camino de regreso lo hemos comprobado en riguroso silencio: la luz de la luna sobre la cuesta de la piedra cruda. No hay palabras para describir eso. Piedraluna, en efecto. Piedraluna, con toda seguridad.

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Sunday, January 27, 2013

Tuesday, January 22, 2013

SEIS TOMAS PARA UN DOCUMENTAL

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


Toma 1
Dice Camelia Gaspar Martínez que “el 45% de las mujeres indígenas privadas de su libertad en el estado de Oaxaca, están procesadas o sentenciadas por el delito de homicidio”. Añade luego: “El 22% de los casos son homicidios que tienen alguna relación causal con la violencia familiar y de género”. A diferencia de los hombres, las mujeres indígenas que han cometido homicidios, especialmente en contra de concubinos, “no huyen, sino por el contrario, se entregan”, segura. Y refiere la siguiente historia:

“Durante la entrevista con esta mujer en los separos de la Procuraduría, ella, entre sollozos y enojo, comienza a relatar los episodios de violencia que vivió con el finado. El sábado 17 de marzo parecía ser un día normal. Rosario regresó de ir al campo por leña junto con su hija, razón por la cual la preparación de la comida se había retrasado. Esto irritó a Joel, quien para este momento había regresado, a referir de Rosario, ´según él del rancho´, aunque en realidad había ingerido alcohol y consumido drogas. Rosario hace descripciones de violencia extrema para describir el trato que le daba Joel. Este día era uno de esos: violento…Rosario se dispuso a preparar la cena. Mientras su hija acudió a la habitación de la familia, momento que fue aprovechado por Joel para ir tras ella y atacarla sexualmente. Rosario notó que algo no estaba bien…por lo que acudió a la habitación. Teniendo ante ella el episodio del ataque sexual, le dijo a su hija que saliera…bajo las emociones de enojo y rabia arremetió en contra de Joel, con el machete que traía en la mano…El testimonio de Alba [la hija] es concordante con el de Rosario. Los dos testimonios hacen referencia a una violencia continua, amenazante, intimidante”.

Seguramente a Camelia, quien como abogada se dedica a elaborar diagnósticos de mujeres indígenas privadas de su libertad en el estado de Oaxaca, le ayuda muchísimo su conocimiento del zapoteco así como la pasión que transmite sobre las labores con las que intenta contribuir a la construcción de un mundo mejor.

Toma 2
Esa misma determinación se le nota a Zenaida Pérez Gutiérrez, comunicóloga por la Universidad José Vasconcelos y oriunda de la comunidad mixe de Tlahuitoltepec, en la sierra norte del estado de Oaxaca, un pueblo en el permea la música, y en el que niños y niñas son educados desde temprana edad en la práctica de algún instrumento en el Centro de capacitación musical y desarrollo de la cultura mixe.  Zenaida, quien también concibe su trabajo como una forma de contribuir “a distintas formas de crecer de las comunidades”, se ha concentrado en participar en el proceso de las radios comunitarias. De especial relevancia ha sido su parte en la creación de una forma creativa y novedosa de airear problemas internos de las colectividades en cuestión: la producción de radionovelas colectivas con la participación directa de los y las afectadas.

Toma 3
Evic Julian Estrada, oriunda de la Chinantla Sur y pasante de la carrera de derecho en la Universidad Autónoma Benito Juárez, se presentó a una asamblea comunitaria en la que se renovaría la alcaldía de San Juan Lanana, y la ganó.. Días después, el 30 de diciembre del 2010, el Instituto Estatal Electoral (IFE) le entregó la constancia de mayoría, validando la asamblea general comunitaria. También recibió el bastón de mando y tomó protesta. Sin embargo, días después, con el argumento de que la etapa conciliatoria no había terminado, se preparó el terreno para llamar a nuevas elecciones. Depuesta de su cargo, Evic no ha dejado de utilizar todos los medios legales posibles para hacer respetar la voluntad de la comunidad a través de comicios limpios. Dice Evic, en un estilo dialogado alrededor de una mesa donde es escuchada con atención, que de muy chica aprendió “esa ideología de que las cosas no tienen que ser lo mismo siempre”.

Toma 4
Maricela Montiel nació y creció en la ciudad de México, específicamente en Iztapalapa, pero por razones personales llegó a vivir en la Chinantla hace no mucho tiempo. Además de pasar por el choque cultural de rigor, Maricela enfrentó situaciones domésticas bastantes difíciles. Fue por eso, y un poco “también por fregar”, que empezó a interesarse por el quehacer de las asambleas comunitarias. Luego, ya convencida de que las cosas, en efecto, no tienen que ser lo mismo, empezó a participar en ellas. De hecho, su inmersión ha sido tanta que ahora ya entiende el chinanteco.

Toma 5
Gabriela Salomé Loaeza Santos también es abogada, pero ella viene de una larga tradición de migración que se inició, en su caso, en la sierra sur de Oaxaca. Gracias a becas, entre otras la Guadalupe Musalem, pudo cursar sus estudios y prepararse para impartir talleres que van desde lectura para niños hasta de prevención de violencia doméstica para adultos. A Gabriela, quien escribe poesía desde los 13 años, le queda bien el papel de mujer fuerte que ha podido con todo, pero a sus apenas 24 años también asegura que “tener y expresar los sentimientos propios” es un derecho. Hace no mucho, tuvo la oportunidad de asistir a un encuentro de mujeres indígenas que, según sus propias palabras, le cambió la vida. “Había tanta sabiduría, tanto entendimiento, en sus palabras”,  asegura.

Toma 6
Maya Goded, la reconocida fotógrafa mexicana que ha documentado con tanto y tan punzante acierto tanto la experiencia de la negritud en la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca (Tierra negra, 1994), como la de las prostitutas en la ciudad de México (La Plaza de la Soledad, 2006), las escucha con atención. Hace preguntas. Sugiere. Escribe notas. Lo mismo hace la muy talentosa editora yucateca Martha Uc. Cuenta y pregunta. Habla. Ríe. Ríe también como todas las otras, con un gusto enorme y cauteloso al mismo tiempo. Después de todo se trata de una de las primeras reuniones en las que están todas juntas. Se trata de las etapas fundamentales de la elaboración de un documental que mucho tiene de conversación continua, de convergencia política e implicación humana, de eso que ahora suena a palabra exacta: hermandad. 

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Monday, January 21, 2013

Friday, January 18, 2013

NADIE ME VERÁ LLORAR un infaltable en la biblioteca latinoamericana moderna


Cristina Rivera Garza se ha consolidado como una de las escritoras más importantes de Latinoamérica, su labor académica así como sus obras de ficción se pueden encontrar en casi todos los temarios universitarios sobre literatura mexicana contemporánea. Su novela más conocida y probablemente la mejor es "Nadie me verá llorar", escritura a caballo entre la novela y la crónica que nos retrata parte de la ciudad de México desde una historia desarrollada en un manicomio.

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Tuesday, January 15, 2013

EL CATÁLOGO DEL NOSOTROS

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


La poeta norteamericana Juliana Spahr (USA, 1966) no ha dejado pasar por alto una porción singular de la producción literaria que se llevó a cabo en inglés hacia finales del siglo XX. En el artículo intitulado precisamente “Los 90”, Spahr enfatiza el valor estético y político de aquellas obras que se alejaron a propósito del inglés estándar o promedio no necesariamente para discurrir sobre la identidad, usualmente marginal o periférica, de sus autores, sino para “decir algo” sobre el inglés y sus experiencias de colonización en el mundo contemporáneo. Muy lejos de la visión dicotómica y más bien comercial que divide la literatura norteamericana de inicios del XXI entre los adeptos al realismo de Jonathan Franzen y los seguidores de David Foster Wallace, Sphar se concentra en una serie de autores que, ya a través del uso estratégico de otras lenguas o ya produciendo directamente en lenguas de contacto como el creole, han cuestionado el estado de las cosas y el estado de los lenguajes en los que vivimos. Sus lecturas críticas de poetas como Edwin Torres o Harriet Mullen, de Theresa Cha o Kim Mi Myung, o de narradoras como Renee Gladman, le permiten explorar eso que tan atinadamente llama “la inquietante desorientación lingüística producto de la migración” dentro del contexto de los debates que sobre el uso del inglés se llevaron a cabo en los Estados Unidos justo al mismo tiempo.
Aunque Spahr es una poeta norteamericana, nacida en el corazón del Medio Oeste de los Estados Unidos, y su lengua materna es el inglés, no sería descabellado del todo añadir su nombre a la lista de autores que se alejaron a propósito, desde los 90, del inglés estándar para “decir algo” acerca de las relaciones de esa lengua con las comunidades el mundo y con los cuerpos de esas comunidades. De This Connection of Everyone with Lungs (2005) a The Transformation (2007) yWell There Then Now (2011), tres de sus libros más reconocidos por la crítica y aún sin traducción al español, Spahr ha trabajado insistentemente en la desestabilización de la sintaxis convencional ya sea a través de la repetición, el uso peculiar de los pronombres en plural y, más recientemente, la incorporación de máquinas de traducción. Estas prácticas, que en tantos otros no pasan de ser meros ejercicios formales, son centrales para una obra que incorpora y liga lo personal, lo social y lo natural en grados pocas veces vistos en las literaturas de hoy.
Spahr escribe libros muy personales, a veces apabulladoramente personales, que cuestionan y desestabilizan, sin embargo, el coto limitado de lo privado. En The Transformation, por ejemplo, Spahr no sólo se da a la peculiar tarea de explorar su traslado a Hawaii y su confrontación con un colonialismo que define tanto en términos sociolingüísticos como ecológicos, sino que también visita críticamente la relación en trío que en ese entonces estableció bajo el mismo techo con dos hombres. En la sección “Sonetos” de Well Then There Now, Spahr afirma que “la confesión íntima es un proyecto”, y añade: “Las cosas deberían enunciarse más allá de lo personal /Las cosas sobrepasan la forma en que lo personal se dice”. Y, luego, en breves versos alineados hacia el centro del libro, obligando así a su mutua confrontación, la poeta da cuenta de los datos objetivos que resultan de pruebas de laboratorio médico: cantidades de hemoglobina, porcentajes de linfocitos y monocitos, densidades de lipoproteínas y colesterol. La presentación de cada cifra nos obliga a considerar los procesos científicos y sociales, es decir, públicos, a través de los cuales producimos nuestro conocimiento del cuerpo y, luego entonces, nuestras ideas de lo que nos es personal en las esquinas más intransferibles del yo encarnado. El yo es, de entrada, ese nosotros con el que y en el que nos volvemos “yo”—en el lenguaje de la poesía, sin duda, y en el lenguaje, también, de la medicina y la ciencia. La reflexión crítica no se detiene ahí. La mención de términos como “sangre” invitan a los siguientes versos: “Cuando se toma en cuenta la cantidad de sangre./ Cuando se consideran la fuerza y las cantidades de la sangre./ Cuando se piensa a la sangre como significado./ Una confesión íntima”. La sangre, advierte el poema, entrelazando el cuerpo con la casa que es un mundo estructurado a través de relaciones desiguales de poder: “La sangre es una fuerza, una casa./ Y la diferencia entonces entre los que invadieron y los que estuvieron ahí desde el principio”. En una especie de ecopoesía que busca encarnar en el lenguaje la conexión de las cosas intrínsecas al mundo, Spahr insiste en un catálogo, sí, pero en un catálogo completo: “Un catálogo del individuo y un catálogo del nosotros con todos./ Un catálogo del pensamiento completo./ Una casa donde nosotros yazgamos con todas nuestras complejidades./ Un catálogo de sangre”.
Tal vez eso explica su uso constante del primer pronombre del plural, ese nosotros que sustituye una y otra vez a un yo que, en todo caso, conecta y expande. En “Go Gentle, Do no Add to the Heartache”, el poema que Spahr publicó en la revista Tarpaulin Sky en 2005, la poeta se sirve del nosotros para dilucidar la experiencia colectiva que conecta la presencia humana en el mundo natural y la formación, a partir de ahí, de una comunidad social propiamente dicha. No era el tú o el yo al inicio; al inicio era siempre, siempre está, el nosotros. De ahí el arroyo iniciático que conecta, como los pulmones de su poemario que salió a la luz ese mismo año, el mundo natural con el cuerpo, y el cuerpo con distintos ecosistemas que termina alterando. Luego de un recorrido por el arroyo que deviene río y, eventualmente, golfo o mar; luego del proceso de nombrar hasta la más nimia criatura vegetal o animal, entonces: “Colocamos nuestras cabezas juntas sobre una pequeña almohada, sobre una piedra, sobre una pequeña almohada de piedra, y hablamos todo el día porque amábamos.// Amábamos el arroyo. Y éramos del arroyo.”
Y ahí, sobre esa pequeña almohada de piedra, ahí, con las cabezas juntas, hablando hasta el amanecer, ahí, justo ahí, empezamos todos. Tal vez.

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Tuesday, January 08, 2013

INYECTARSE AGUA HELADA

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]


De Allan Sillitoe a Haruki Murakami, existen bastantes y muy famosas obras que conectan el acto de correr, especialmente distancias muy largas, con el acto de escribir, especialmente obras de ficción elaboradas en prosa, pero son en definitiva menos aquellos que se han encargado de crear puentes que van de la brazada y la oración. De entre ellos, pocos han sabido navegar mejor esas aguas que van de la orilla de la poesía ala orilla de la natación como el poeta argentino Héctor Viel Temperley. No es una casualidad que al menos dos de sus obras lleven en sus títulos alusiones directas al acto de nadar: El nadador (1967) yCrawl (1982). Le debo a un joven amigo las siguientes citas tomadas de una entrevista en que el poeta argentino surca al revés y al derecho el líquido de la poesía. Aquí un muy clarividente Temperley reflexiona sobre los movimientos a los que obliga el ejercicio de la natación y la estructura de una estrofa: “Termino explicando cómo se nada, cómo poner una mano al nadar... Pero descubro que para escribir Crawl tengo que aprender a rezar, y empiezo a tener una relación distinta con la oración y con el aliento. Y al fin de todo consigo mencionarlo como ‘éste’ o ‘ese’, con minúsculas, porque en aquel momento de mi vida espiritual hubiera sido una mentira poner reiteradamente ‘Jesucristo’. A lo largo del libro lo nombro una sola vez. Yo no era dueño de ese nombre.” Hasta aquí el aliento que va del nadar al escribir y, finalmente (¿o al inicio?), al rezar. Continúa un poco después: “Incluso trato de que las estrofas no tengan punto hasta la tercera parte, porque quería que fuera un respirar, quería que cada brazada fuera una respiración. Solamente al final, cuando habla con otros hombres, hay puntos y cortes. Pero donde es pura natación, son estrofas.” ¿Y quién que no haya nadado no sabe que esto es absolutamente cierto?
Resaltando el aquí y el ahora del cuerpo, arrebatado por la presencia del agua que es, a su manera, también el infinito, Temperley encuentra a Dios: “Soy el que nada, Señor / Soy el hombre que nada”. Y ahí, en ese medio como en ningún otro, en esa actividad eminentemente horizontal a medias entre el flotar y el caer, el cuerpo encuentra su límite: no un límite sólido que amenace y ahorque, sino una línea apenas, un pliegue que marca la diferencia de sustancia en la que el cuerpo, al hacer la diferencia, se descubre pájaro “Gracias doy a tus aguas porque en ellas / mis brazos todavía hacen ruido de alas”. El intercambio, además, es ineludible. El nadador que va hacia Dios le entrega antes su aliento al agua: “Mi cuerpo que se hunde / en transparentes ríos/ y va soltando en ellos / su aliento, lentamente, / dándoselo a aspirar a la corriente”. No por nada Tamara Kamenszain, la poeta y crítica literaria también de Argentina, hace eco de las interpretaciones que enfatizan el lado místico y visionario de Temperly al calificar a ese nado libre, a ese Crawl de 1982, sí, pero también en gran medida a toda su poesía, como “la natación de Dios”.
Cuenta Temperley en otra entrevista que, de chico, se cayó de la espalda de su madre directo a las aguas de un río. El recuerdo no le entrega al infante que chapotea con desesperación mientras sufre los primeros síntomas de la muerte por agua, sino la muy tranquilizadora imagen de un niño que “estaba sentado debajo del agua, en paz”. Más tarde, cuando el poeta precisa del líquido reparador, asegura: “quiero inyectarme un poco de agua helada”. Otorgándole el carácter de sagrado a un líquido que con frecuencia nos pasa desapercibido o tomamos como un hecho dado de nuestros días sobre el planeta Tierra, Temperley canta: “Señor, no sé quién sos, / pero solo te pido que me laves”. ¿Es posible encontrarse tan dentro de la médula misma del cuerpo como para salir expulsado de él en arranques místicos que obligan a repetir el estribillo aquél: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis”? La respuesta de Temperley es que eso es posible con y dentro de la poesía, claro que sí. Naturalmente.
Aún la más somera revisión de la poesía de Temperley revela que el argentino sabía, sin duda, que a la alberca, como al templo o al altar, se va a guardar silencio en franca actitud de reverencia. Sabía que el ajetreo de los miembros bajo el agua nos devuelve cierta experiencia del tiempo ido, ese pasado ancestral en que nos debatimos dentro de la posibilidad misma de los animales. Sabía que la agitación del aliento es un mero dar y recibir, recibir y dar, que va al corazón tenso del agua. Sabía que una brazada es una medida de la respiración, así como lo es también, en sus momentos más felices, el verso. Cualquier verso. Lo sabía Viel Temperley tanto como Myriam Moscona luego de él, en un título que busca el eco: El que nada (Era, 2006). Dice la poeta mexicana que trabaja por igual con el español y con el ladino de origen búlgaro sefardí: “me oigo respirar / al comienzo de todo/ voy hacia el regreso”. El trance, esa travesía hipnótica que supone todo nado, también conduce a las preguntas máximas: “voy en la superficie azul / (lo borroso) / conforme avanzo/ oigo una voz// ¿es lo arrepentido? // ¿seré yo / quien perdona / o soy / lo perdonado?”.
Mientras lo averiguamos, es menester poner atención a ese rítmico batir de brazos. Si esto no funciona, siempre queda la solución del agua helada. Esa brutal inyección sagrada.
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Thursday, January 03, 2013

EL MAL DE LA TAIGA ENTRE LOS MEJORES 10 LIBROS DEL 2012



El mal de la taiga entre los 10 mejores libros de ficción nacionales según El Norte: Libros del 2012

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EL MAL DE LA TAIGA ENTRE LOS MEJORES 1O LIBROS DEL 2012





Thriller novelesco de flashes, de tiros directos, una trama oscura y desafiante, donde Rivera Garza pule sus recursos novelísticos y los puebla además de ilustraciones para que el lector explore los motivos sórdidos del viaje al bosque.

Israel Morales, Los Mejores del 2012, Milenio Monterrey, 35.








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Tuesday, January 01, 2013

CONVOCATORIA: ¡POESÍA ALERTA!

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DOS NEÓNIDAS, UNA HEROÍNA, ALGUNOS EXTRATERRESTRES

[en La Mano Oblicua, columna de los martes del periódico mexicano Milenio, sección de cultura]

1. Algo debe tener el agua de Querétaro a últimas fechas. De ahí han salido después de todo, en esas mismas últimas fechas, una serie de libros, editados por la editorial independiente Herring, cuya singularidad y desparpajo en su trato con el lenguaje, cuyo sentido lúdico e irreverente frente a los fenómenos emotivos y tecnológicos de la cultura de hoy, no dejan de llamar la atención. Pienso en al menos un par de libros que no por estar profundamente atentos a su aquí y su ahora se olvidan de su tarea de regresarnos a la realidad con la mirada del recién llegado o del extranjero. No por casualidad sus títulos involucran un cierto principio de yuxtaposición que mezcla, y pone luego entonces en cuestión, geografías lejanas y culturas diversas: Bulgaria Mexicalli, de Gerardo Arana Villarreal; Lago Corea, de Horacio Lozano.  Tal vez se deba a que sus autores son unos neónidas, esos que, de acuerdo al William Burroughs del texto “Supernova” (Neónidas [2006-2008], 5), son “el vínculo más precioso que la humanidad conserva con su ancestro lemur”. Esos que, de acuerdo a Burroughs otra vez, “poseen el peligroso irradiar en sus pupilas cuando son expuestas a prolongadas emisiones de luz neón”.

En Bulgaria Mexicalli, Arana no sólo desestabiliza fronteras y tradiciones literarias, sino también el pasado y el presente. No son pocos los que han intentado re-escribir Suave Patria, uno de los grandes poemas fundacionales del México moderno, publicado en 1921 por Ramón López Velarde. El remix de Arana Villarreal, aptamente titulado “Suave Septtembre”, involucra palabras claves de esa Suave Patria con pasajes enteros de Septiembre, del poeta modernista búlgaro Geo Milev. A la vez familiar y absolutamente desconocida, la Suave Patria de Velarde se torna, más que nunca, en un aquí tremendamente rabioso y veraz. Vuelta “sardina” la de otra manera, “épica sordina”, la patria es ahora pura “obscuridad y neblina”. “Grave Patria”, llama Arana, sólo para dejar la alocución pendiendo de los dos puntos. “Grave Patria:/ Estrangulada en la selva hambrienta./ Antes de la caída de las hachas/ Gritan muertas de miedo las muchachas”.

Es posible que los protagonistas de Lago Corea hayan sido los últimos sobrevivientes del planeta. También es posible que uno haya muerto y que el otro haya tenido que encargarse de borrar su cuenta de Facebook. Lo cierto es que el proceso de dar por terminada la existencia virtual suscita emociones complejas: “pensé en todas las personas que han muerto y siguen flotando en internet,/ perdidos entre htmls y wws.//Pude ver sus blogs como tumbas,/ sus perfiles llenos de epitafios y homenajes.// Me sentí muy triste por todos ellos”. En un lenguaje cotidiano y casi narrativo, el poema se entretiene por igual con los asuntos de todos los días—los estrenos del cine, las etiquetas de los suavizantes, las ciudades—como con materias más abstractas: “Entonces me di cuenta que los alienígenas no son como nosotros,/ son fuerzas que nos obligan a hacer cosas inéditas”. En su añoranza, en la manera en que va entretejiendo el dolor que provoca la cercanía de lo lejos, el poema se transforma en ese “frágil/ instante de mutación física”.

2. Que en el momento más álgido de la autoficción, aparezca una novela que se desmarca de los modos del realismo para dar cabida a la fantasía y el mito, las heroínas de los cuentos y la narrativa especulativa, no es poca cosa. Daniela Tarazona, quién ya había llamado la atención de los lectores con su primera novela El animal en la piedra, deslumbra ahora con la desmesurada inventiva y la sintaxis precisa de El beso de la liebre. Criada en su primera infancia en el territorio de los hombres, en un programa de aislamiento mantenido por el Estado, Hipólita Thompson pronto se convirtió en un personaje capaz de “ejercer la justicia y defender la ciudad de la guerra”. Para lograrlo, Dios no sólo le dio un corazón especial, sino también atributos particulares: la suspensión aérea, la telequinesia, la resurrección. Todo ello y un traje rojo, con algunos adornos de lentejuelas. Las aventuras y desventuras de Hipólita Thompson—entre las cuales se cuenta el amor, un viaje hacia el centro de la tierra, bastantes decesos y, eventualmente, la mortalidad—asombran no sólo por la profusa imaginación que las despliega sino también, acaso sobre todo, por la precisión de un fraseo corto y nervioso, sincopado, austero, en suma, vivo. El beso de la liebre ni se parece ni representa el mundo. El beso de la liebre consigue algo mucho más interesante e inusual: es un mundo. Aquí queda demostrado que, tal vez como pocos escritores en activo, Tarazona es dueña de un paisaje interior complejo, vertiginoso, descarnado.

3. Discurrir sobre asuntos de actualidad, es decir, sobre eventos que han sido ya aprobados por el así llamado interés general es, tal vez, el objetivo más básico que pueda proponerse un libro de ensayos. Despertar la curiosidad por temas y/o conceptos del todo inesperados o provocar una renovada atención sobre fenómenos que todo mundo creía ya zanjados, eso sólo lo hacen los buenos libros—de ensayos o no. En Kant y los extraterrestres, Juan Pablo Anaya no sólo consigue actualizar algunos de los clásicos de nuestra cultura—de Blade Runner a Jaime Maussán, pasando por los imperativos categóricos de Kant, por ejemplo—sino que lo hace con una rara y efectiva mezcla de reflexión personal y deliberación cuidadosa, ésta última amparada en lecturas a la vez creativas y rigurosas. Lejos del énfasis por lo anodino en sí, pero también guardando su distancia respecto a los temas obligados de la alta cultura, Anaya logra ligar palabras específicas de un replicante de 1982 con dilemas que asolan nuestro aquí y nuestro ahora: “La frase I cannot rely on my memories es el punto de partida para observar el carácter impersonal de los hábitos que nos constituyen. Nuestros hábitos no le dan “forma” a la materia blanda de nuestro organismo. Más bien nuestro cuerpo se conforma como un organismo en el ejercicio diario de esa memoria en que se alojan nuestros hábitos”. Dicho lo cual, sólo queda imaginarse lo que nuestro autor puede dilucidar ante ideas kantianas tal como la siguiente: “Actúa de tal manera que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal del género humano”.  Spoiler: la dilucidación explota la noción misma de género humano e involucra, sí, a los extraterrestres.    

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